Oscar 2025: Mar de fueguitos, unos luminosos y otros carbonizados, para hacernos pensar
- Patricia Slukich
- 1 mar
- 11 Min. de lectura
Actualizado: 18 mar

Cuando en 1997 se estrenó la convulsiva “Horas de terror” (“Funny games”) del austríaco Michael Haneke, muchos de los que nos dedicamos a la reflexión sobre el cine, su lenguaje, la construcción de una obra cinematográfica y la relevancia político-social de sus discursos, caímos en la cuenta de que la posmodernidad estaba en su plena madurez en el mapa del cine de autor.
Es que Hanecke venía a narrarnos el mundo que Michel Houellebecq (con su primer libro, “Ampliación del campo de batalla” de 1994) ya tenía diseñado en la literatura: la violencia simbólica y directa, la perversión como materia pulsional inconsciente que engendra tempestades y destroza la posibilidad de sentir, en las sociedades vaciadas por la lógica del consumo; la apariencia sintética, que como una culebrilla venenosa va carcomiendo y ahuecando subjetividades, para enraizarse en el interior de las personas y volverlas “nada”: mecanismos eficientes del sistema.
“Horas de terror” trata sobre dos jóvenes casi adolescentes que irrumpen en una casa de ensueño, donde una familia ha ido a pasar un fin de semana. Esos chicos psicópatas desatan el infierno de sadismo sexual, macabro, destructivo de cuerpos y cosas. Un espanto del que ni las víctimas, ni los espectadores, pueden escapar; porque Haneke es de aquellos autores que conciben su obra como un mecanismo de precisión: ni un solo plano dura más de lo que tiene que durar o muestra más de lo que tiene que mostrar; aún cuando en nuestra percepción creamos que vimos más de lo que está expuesto. Pues esa maestría narrativa cuidadosamente pensada antes del rodaje está planeada para que no tengamos un solo instante de catarsis, de fuga. Puro choque. Sí: Haneke ama a Brecht (tanto, que en algún que otro instante uno de los psicópatas nos guiña el ojo, nos hace cómplices de esa nada vuelta locura sin sentido que los divierte). Ama también a Hitchcock, a Bergman; y en su cine esto es evidente; pero la pluma es suya, única, de pura autoría. Lo mismo sucede en siguientes films como “La profesora de piano” o “La cinta blanca”. Siempre el objetivo es que en el instante del visionado no podamos más que vivir el horror, será después de ese tránsito que sobrevenga la interpelación a los espectadores: “¿somos parte de esto?, ¿somos capaces de ser estos monstruos que acabamos de sufrir?”.
La referencia a Haneke, que cuando rodó “Horas de terror” tenía 57 años y ahora 82, parece necesaria como un ejemplo para repensar que los elementos posmodernos en el cine contemporáneo (la violencia, el sexo como descarga fisiológica, retorcida y mecánica, la nostalgia de lo que fue y no es, el fin de la historia, el individuo por sobre la trama, el fragmento; entre más) parecen haber mutado en pura literalidad: pos, pos, posmodernidad que ha dado la vuelta y se vuelve básica, ramplona, meros clichés sin inteligencia ni sagacidad narrativa, sin la complejidad del pensamiento del autor puesto en juego a la hora de los planteos cinematográficos.
Esta hipótesis que proponemos puede ser puesta en juego al analizar varios films nominados al Oscar 2025: “La sustancia” de Coralie Fargeat, “Emilia Pérez” de Jacques Audiard, “La chica de la aguja”, de Magnus von Horn. Estas películas se podrían atribuir a la idea de cine de autor en tanto no responden a los estándares de las fórmulas del mainstream. Ni siquiera “Emilia Pérez”, aun jugando al musical, pues la propuesta de Audiard es deconstruirlo. Son películas que juegan en los “extremos”, o al menos lo aparentan o pretenden. Por eso las contrastamos con la obra cinematográfica de Michael Haneke, también afecto a llevarnos a los límites de lo tolerable (aunque además podríamos pensar en otros cineastas tan brillantes como él, entre los que está David Cronenberg, Buñuel, Kubrick, Pasolini; y más).
Volvamos al cineasta austríaco para ir desgranando la hipótesis de comparación con el presente; es decir: ninguna de estas películas es una obra artística calculada al milímetro en el montaje, en el guión, en los ejes actanciales del relato (cómo se vinculan, por qué y para qué los personajes), en la banda sonora (cuándo es solo un anclaje del texto y la imagen, cuando es narración pura y protagonista) y en el código de la imagen y sus composiciones de planos para que el “todo” se vuelva efectivo, eficaz, inteligente, claro en sus objetivos estéticos, éticos y filosóficos.
Dice el director, en una reciente entrevista que le hicieron en Arte Concert titulada “Conversación con Michael Haneke”: “Yo no me llamaría pesimista sino realista. Creo que el mundo, si nos lo tomamos en serio, no es mucho más divertido que en aquella época (se refiere al telefilm “Lemmings”, pero también aplica para “Horas de terror”). Cuando observo a la juventud actual y lo que les espera, lo que van a vivir en los próximos 30, 40 o 50 años, no me parece mucho más optimista. Creo que, especialmente en este momento, lo que llamamos ‘pesimismo’, es el sentimiento que predomina en los jóvenes. (...). La estética de la película eleva lo que se muestra al nivel de la metáfora. Ya no se trata de la descripción de un hecho concreto, de una destrucción y de sus autores, sino de la destrucción en sí (…). Para hacer películas verdaderamente históricas hay que documentarse mucho. Para hacer ‘La cinta blanca’ leí como un metro de libros sobre aquella época, sobre la vida campesina, sobre la educación en el siglo XIX. Para poder elaborar todo eso hay que prepararse mucho. Si no lo que creas es un cliché”.
De esta afirmación de Haneke concluimos: ¿cuánto se ha documentado Magnus von Horn para hablar sobre esa época en que se desarrolla la historia de su personaje femenino? ¿Cuánto se ha preocupado Fargeat para que el nivel metafórico de su film sea eficaz, logrado, y pueda trascender a la búsqueda estética por sí misma? ¿Estos cineastas describen un hecho ocurrido o hablan de la destrucción en sí?
Con la forma, no alcanza
Tanto “La sustancia”, como “La chica de la aguja” (y aquí sumamos a “Emilia Pérez” de Jacques Audiard) tienen fines narrativos nobles: quieren compartir con los espectadores una reflexión posterior sobre los males del mundo en que vivimos. Y lo logran, cada una a su manera; pero lejos están de ir más allá de la búsqueda estética o volverse un eficaz mecanismo de relojería narrativa.
Haneke es un caso bien paradigmático para pensar el fallido relato de “La chica de la aguja”. Donde el cineasta austríaco logra “narrarnos e impregnarnos de la destrucción en sí”, von Horn ilustra didácticamente. No hay potencia en su relato porque sus personajes son planos, porque en esa línea actancial donde se configuran las relaciones y los vínculos no hay motivaciones que vayan más allá de la anécdota.
¿Cuál es la anécdota/trama? Una joven, a fines del siglo XIX, sufre todos los flagelos sociales que se pueden imaginar sobre el cuerpo y la psiquis de una mujer: la pobreza extrema, el abandono, su utilización como objeto/mercancía en el mercado de trabajo y en las relaciones amorosas, el aborto, la rotura de los vínculos afectivos, la deshumanización extrema a través de la trata de bebés. Y toda esa retahíla de atrocidades se cuentan en continuado, una detrás de otra, sin que personaje se impregne de ellas. La película es como un cuento de hadas, pero maligno, donde los prototipos van y vienen y las hadas son monstruos.
No importa, pierde peso absoluto, el hecho de que el código visual esté construido con una fotografía e iluminación exquisitas. Nada funciona porque no hay metáfora, porque tampoco hay un minucioso conocimiento de la época para activar un contexto posible que rodee a esos personajes. Esta trama podría suceder en esa época, en esta o en cualquiera: da igual porque no podría suceder (como los cuentos de hadas). Todo está explícitamente dicho y mostrado con un didactismo que vuelve al film infantil y tosco.
Por su parte “La sustancia” es un provocador e interesante ejercicio y concepto: “para narrar la destrucción brutal que ejerce el sistema en la psicología y el cuerpo de una mujer probaremos la cruza entre el cine gore y el lenguaje publicitario”. Gran idea, la de la directora que llevada a la materialidad del film, naufraga perdida en la exagerada intención de volcar todo el lenguaje cinematográfico en la forma.
Bien lo dicen los semiólogos y teóricos -aquí pensamos en Daniel Bougnoux, que analiza cómo funciona la comunicación y los signos en las expresiones artísticas, principalmente escénicas- cuando afirman que en el desbalance entre forma y contenido de un signo (en este caso la película entera) provoca la asfixia de uno en detrimento del otro. En “La sustancia” la forma (lo que se ve, lo percibido por el cuerpo del que mira) es tan excesivo en su impacto que desactiva el poder del discurso al que alude. La hiperrealidad (sangre, tripas, deformidades junto al lenguaje plano, sin texturas ni imperfecciones, como lo es el publicitario) no permite la conmoción real de lo que se narra. Puede provocar revulsión, grotesco, pero no hay activación de la identificación en el espectador. Falla, entonces, esa planificación pensada para que el mecanismo destinado a sacudir al que mira funcione en profundidad respecto de lo que se quiere contar. Todo, es demasiado.
“Emlia Pérez” es en estos asuntos (de forma y contenido, de impacto perceptivo y discurso certero) un total fracaso. Convertir a México en una gigantesca villa miseria donde los personajes (construidos desde la mirada naif y esquemática del “indien exotique” francés) bailan sobre los muertos, los drogados y los marginales. Literalmente bailan y cantan lo que debería expresarse de modo sutil para que llegue como mensaje claro. Ese desconocimiento del campo que narra que exibe el director Audiard vuelve a la película entera un cliché de mal gusto, racista. Otro caso de exceso de forma respecto del contenido que está tan desequilibrado que se salta al carril inverso de lo que quiere transmitir al espectador.
La belleza de la precisión
Salgamos un poco de la destrucción y el impacto porque el cine es un lenguaje tan complejo y generoso que lo permite todo. Y cuando los realizadores juegan a sabiendas sobre qué dosis utilizar de qué elementos, en qué momentos, por qué/para qué utilizarlos, cómo y cuándo, surgen los milagros, se expresa la potencia del lenguaje en toda su capacidad.
“Anora” de Sean Baker es eso: un milagro que parte de lo mínimo para agigantarlo todo. La trama-postulado del que parte el director es: te voy a contar la historia de la comedia romántica ‘Mujer bonita’, pero en un registro de lo posible, de lo humano, de lo que sucedería con estos personajes, su “amor” de 15 días, y su conclusión”.
La idea de aferrarse a la fórmula de la comedia romántica (chico y chica se conocen-se vinculan-hay traspiés que los separan hasta que vuelven a encontrarse-fin) es brillante. Y lo es porque Baker no la abandona, se ciñe a ella pero la tuerce y la lleva a los límites, como lo hace Haneke en su intención de “narrar la destrucción en sí”. Lo que cambia allí, y que lo cambia todo en un sentido sensorial e intelectual, es la índole humana de los personajes. No son dos roles del cuento soñado -como Richard Gere y Julia Roberts- sino personas reales; como las que encontraríamos en el mundo contemporáneo cuando existe la posibilidad del lujo obsceno y pornográfico: atravesadas por el deseo del consumo, vaciadas por el deseo del consumo (gran paradoja entre deseo y vacío), devastadas por el deseo del consumo.
Este ambicioso discurso filosófico se expresa con claridad en un film que ejerce la voluntad de la justeza de elementos narrativos (contar lo máximo con lo mínimo que se pueda a nivel de recursos de imagen, sonido y texto) y esa “falta” aparente es la que puede alojar el peso profundo de lo que no se dice con ninguno de los códigos. El director es tan inteligente que entrega sus discursos en dosis súper calculadas: el inicio del film con los cuerpos-objetos de las prostitutas montadas sobre las piernas de hombres anónimos, como en una cinta de distribución fabril, es uno de los tantísimos ejemplos.
“Anora” exuda belleza aún en la crueldad, porque el director contiene lo emocional hasta el último instante, hasta el final mismo de la película. Sumerge al espectador en una sensualidad de plástico, lo hace navegar allí con mínimos gestos humanos para que pueda disfrutar el tránsito -incluso le permite la descarga de la risa a través del humor ácido- y lo suelta al final para que se conmueva a sus anchas. El final de esta película es uno de los más hermosos que ha dado el cine en los últimos tiempos. Y lo es porque para llegar a él hemos de atravesar junto a los personajes el desierto, la deshumanización, el vacío, la crueldad, la humillación, la pérdida, el sin-sentido.
“Cónclave”, en cambio, encuentra su belleza en la idea de la aparente serenidad. Un mar de quietud pacífica que bajo su superficie se retuerce en remolinos miserables, podredumbres antiguas, tácticas antihumanas. Aquí hay tres pilares sostenedores del discurso y de esa idea: el texto, los actores y la imagen.
El texto tiene medidas dosis de literalidad cuando es necesario y calla lo que la imagen entrega a sus anchas: la fotografía y la puesta en escena de este film son extraordinarios en ese equilibrio tranquilizador que permite que todo se agite por debajo.
“Cónclave” de Edward Berger, como toda buena película, es mucho más que la trama: el Papa ha muerto y los cardenales se reúnen para elegir al sucesor. Las intrigas, la política pragmática, los temores, las oscuridades, lo no dicho y lo expresado en voz alta harán el resto de este film que, sin esos actores, hubiera sido una película más.
Sobre “Todavía estoy aquí”, la maravilla fílmica de Walter Salles, basta decir que el cineasta brasilero entiende -como lo entendió en “Estación central”, “Diarios de motocicleta” o “Ciudad de dios”- ese equilibrio perfecto entre un film para masas que, para quien lo quiera, tiene gestos de autor afiatados. A diferencia de “Emilia Pérez”, “Todavía estoy aquí” es de orgullosa estirpe latinoamericana, basada en un realismo histórico poderoso.
“El brutalista” de Brady Corbet, por su parte, se pierde un poco en la pretensión excesiva. Es interesante el tránsito por una película que se toma su tiempo para mostrar que “el sueño americano” de los inmigrantes de la pos-Segunda Guerra no existe. Lo que hay es una impiadosa conminación a “convertirse” en lo que Estados Unidos pide de sus ciudadanos: carne a disposición para sostener el discurso del imperio sin importar el costo que eso conlleve a cada individuo.
La película, como toda obra que utiliza excesos para narrar excesos, le pide a su espectador un esfuerzo innecesario; aunque tiene sus compensaciones en momentos estupendos. Y otro error narrativo importante es la elección del personaje de Adrien Brody. Es un arquitecto judío (inventado para el guión escrito por Corbe y Mona Fastvold) que pertenece a la Bauhaus y huye del nazismo. El problema del personaje no es ese, sino que el hecho de que lo conviertan en uno de los principales mentores de una escuela de diseño, arte y arquitectura que fue un parte-aguas en estos campos, no tiene el peso necesario dentro de la narración para que se justifique. En otras palabras, Brody podría haber sido un arquitecto cualquiera y todo hubiera funcionado igual, porque donde se pone el acento no en su valor revolucionario artístico-filosófico sino como hombre común y corriente. Una pena.
Faltan analizar films como la formidable y lujosa “Dune 2” de Denis Villeneuve, de la que esperamos que se lleve todos los rubros técnicos; el correcto y eficaz musical “Wicked” de Jon M. Chu; “A complete unknown”, un film bastante menor del inmenso James Mangold; y la insustancial “Nickel boys” de RaMell Ross; para la categoría a Mejor Película. También para la categoría Mejor Película Mejor Iinternacional: “La semilla de la higuera sagrada”, sólido film de Mohammad Rasoulof y “Flow, un mundo que salvar”, preciosa animación de Gints Zilbalodis. Pero no hemos querido salirnos de la hipótesis sobre la que hicimos este recorrido analítico.
Así las cosas, en este Oscar 2025 hay de todo y mucho de lo que llamamos “políticamente correcto”; concepto infame que fuerza a las películas a situaciones indeseables al nivel de lo lingüístico. Pero en ese mar de fueguitos narrativos para hacernos pensar suben a la superficie obras hermosas, luminosas, llamadas a inspirarnos en la reflexión sobre qué hacemos, por qué lo hacemos, qué queremos, quiénes somos y cómo somos respecto a nuestros pares en este desquiciado e inhumano mundo contemporáneo. Aquí tenemos un fuerte deseo de que se imponga la luz de “Anora”, no para que nos ciegue con los flashes del éxito sino para que nos deje temblando de emociones diversas.



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